La reforma laboral que se avecina deberá abordar, si quiere complacer a los empresarios, el tema espinoso del absentismo. Espinoso porque las posiciones patronales y sindicales van a ser distantes, y porque un abordaje completo debería incluir la revisión del trato diferencial que se da en amplias parcelas de la hipersensible función pública.
El año pasado, cada día faltó al trabajo más de un millón de trabajadores según la CEOE. El coste directo de las ausencias fue de 8.000 millones entre lo pagado por Seguridad Social, mutuas y las propias empresas. Pero el trabajo que se dejó de producir supone cantidades mayores, que cálculos patronales elevan por encima del 5%, en consonancia con la tasa de absentismo, que fue también algo superior al 5%, según cálculos de la patronal PIMEC a partir del INE. Ésta es la diferencia entre las horas contratadas y las realizadas. De media, las primeras fueron 1.662, y las no trabajadas subieron a 84. Se trata de una media, es decir, que ahí están quienes no faltaron ni un día al trabajo y quienes estuvieron ausentes varios meses. En cualquier caso, uno de cada veinte empleados no estaba en su sitio haciendo su trabajo.
Los patronos ponen énfasis en un dato: las bajas laborales duran menos cuando las tramitan las mutuas en lugar de la Seguridad Social. La diferencia es de tres a cuatro para las contingencias comunes, y de uno a dos para los accidentes laborales y enfermedades profesionales. De ahí deducen hasta un 30% de fraude. La solución patronal es clara: que las mutuas hagan el seguimiento de todas las bajas, con lo que, además, se reducirían los gastos de cobertura pública en unos momentos en que la Seguridad Social entra en la senda de los números rojos.
Además las estadísticas oficiales no recogen otro tipo de ausencia frecuente: la que dura menos de tres días y no llega a generar papeles. En teoría, una ausencia de tres días sin presentar la baja médica se considera injustificada, y puede computar a efectos de despido. En la práctica, muchas empresas aceptan la palabra del trabajador como justificante. En numerosos organismos de la función pública, además, tal aceptación tiene rango de norma escrita. Basta con una llamada telefónica. Por lo tanto, aunque las IT entre uno y tres días hayan supuesto solo un 26% de las expedidas en 2010, tal dato solo revela una parte del alcance de las «miniausencias».
Reconducir toda esta situación demandaría actuaciones en varios frentes. Uno de ellos sería la revisión de condiciones disciplinarias en aquellos organismos públicos en los que desaparecer sin más es consuetud. Esta tarea toca al gobierno y a las comunidades. Otro es el de la legislación general, poco específica en la consideración del nivel de absentismo que da lugar a sanciones. Un tercero es el seguimiento de las bajas laborales y el papel de las mutuas en él. Y finalmente, pero no menos importante, es el frente de las propias empresas: está en sus manos fomentar o disuadir la extendida práctica de las ausencias breves sin justificación que afectan a toda la dinámica del grupo, restando productividad ahora que tanto se necesita.
No se lleva a cabo una reforma de este tipo sin levantar ampollas y generar conflicto, pero la situación es la más propicia para hacerlo: con un gobierno legitimado por una mayoría más que absoluta, el diktat europeo como argumento añadido, y los ciudadanos cada vez más convencidos de que hay que abrir una nueva etapa que implica asumir sacrificios. Es ahora o nunca.